Editorial de César Vidal en el programa La Voz de Radio Solidaria, 19 de diciembre de 2014
La noche del 17 de diciembre de 1603, el astrónomo Kepler se hallaba sentado en el Hrasdchin de Praga observando la conjunción de dos planetas -Saturno y Júpiter- que se producía en la constelación de los Peces. Mientras se afanaba por calcular sus posiciones, Kepler dio con un escrito del rabino Abarbanel en el que se afirmaba que el nacimiento del Mesías debía producirse precisamente en esas circunstancias cósmicas.
Dado que era cristiano, este dato llamó la atención de Kepler, que no pudo dejar de preguntarse si el nacimiento de Jesús habría tenido lugar en una fecha en que se hubiera producido un fenómeno astronómico similar. Realizando sus cálculos, Kepler descubrió que una conjunción semejante se había dado entre los años 7 y 6 a. de C., lo que le llevó a percatarse de que esa fecha encajaba a la perfección con los datos proporcionados por el Evangelio de Mateo, ya que en este texto -el primero del Nuevo Testamento- se dice, efectivamente, que Jesús nació cuando aún reinaba Herodes el Grande, un monarca que falleció el 4 a. de C.
Aún más exacto que Kepler fue el erudito alemán P. Schnabel, que en el año 1925 descifró unos escritos unos escritos cuneiformes de la escuela de astrología de Sippar, en Babilonia, en los que se hacía referencia a la mencionada conjunción en el año 7 a. de C., y se indicaba que Júpiter y Saturno habían sido visibles durante un período de cinco meses. Efectivamente, hacia el final de febrero del año 7 a. de C. atravesaba el firmamento la citada constelación. El 12 de abril ambos planetas efectuaron su orto helíaco a una distacia de 8 grados de longitud en la constelación de los Peces. El 29 de mayo se vio durante dos horas la primera aproximación. La segunda conjunción tuvo lugar el 3 de octubre, el día del Yon Kippur judío o fiesta de la expiación, y finalmente el 4 de diciembre apareció por tercera y última vez.
Fue esta conjunción la vista por los magos, que no reyes, de los que habla el evangelio de Mateo. Unos personajes que no practicaban las artes ocultas, sino que pertenecían a la tribu meda del mismo nombre, ya mencionada por Heródoto, y que al parecer contaban con conocimientos astronómicos. Una vez más los datos encajaban con lo relatado por el evangelio de Mateo, e incluso explicarían la manera en que los magos pudieron ver la estrella y seguirla durante meses hasta llegar a Palestina. La misma se habría aparecido en diversas ocasiones: la primera llamando su atención y la última indicándoles dónde estaba el niño que había nacido y sería el mesías. De esa manera, por lo tanto, Jesús habría nacido en mayo u octubre del 7 a. de C., más verosímil en la primera fecha, y como señala el primer libro del Nuevo Testamento, su nacimiento había venido acompañado de la visión de un fenómeno astronómico en el cielo rastreado por unos magos.
Hoy quien se dirige a ustedes realiza el último programa de este año y desea recordarles que estamos en la época de navidad. No lo hace por cuenta de unos grandes almacenes, ni para traerles a la cabeza que en nochebuena habrá que cenar con los cuñados a pesar de que el resto del año se huya de ellos como de la peste. Tampoco pretende incitarlos al consumo o a la borrachera que, lamentablemente, caracterizan no pocas veces estas fiestas. Lo hace porque la Navidad nos permite recordar a alguien que derramó, derrama y derramará una luz muy superior a la del fenómeno astral que contemplaron hace más de dos mil años unos magos.
La Historia de la humanidad sería totalmente distinta si Jesús no hubiera venido al mundo. Nuestra sociedad padecería los males típicos de la por otros conceptos magnífica cultura clásica. La esclavitud, por ejemplo, seguiría siendo algo normal e incluso obligado porque, como señaló Aristóteles, "algunos hombres nacen para ser esclavos". Las mujeres continuarían casándose a los doce años, el límite de edad establecido en la Ley de las Doce Tablas, en matrimonios concertados, y sufrirían una tasa de mortalidad superior, a la que en la actualidad se da en las naciones más atrasadas del Tercer Mundo. Los niños podrían ser abandonados por sus padres en el mismo momento de nacer si así convenía a la economía doméstica, y la verdad es que casi siempre le convenía cuando se trataba de la segunda niña. Los enfermos se verían abandonados en las cunetas por los propios familiares para facilitar su muerte rápida y evitar el contagio. Y los ancianos no pocas veces recibirían alguna forma de eutanasia. Incluso en el seno del pueblo de Israel no sólo los ultraortodoxos, sino todos, seguirían rezando por las mañanas una fórmula que afirma: "Te doy gracias, señor, por no ser animal, ni mujer, ni gentil", marcando un muro de separación entre judíos y gentiles que sólo el cristianismo logró derribar.
Entendámonos: si Jesús no hubiera nacido seguramente seguiríamos teniendo elecciones y se construirían calzadas como en la antigua Roma, pero en medio de la tristeza típica de los clásicos, sólo cambio porque nació Jesús. Y todo ello en el supuesto de que Roma hubiera resistido a los bárbaros, porque si Godos o Hunos hubieran prevalecido arrasando el Imperio, nada nos habría llegado de la cultura clásica salvada por el cristianismo.
Tampoco habríamos conocido la fundación de la Universidad, ni mucho menos los grandes aportes de la Reforma, como una cultura bíblica del trabajo, la revolución científica del siglo XVI, la doctrina contemporánea de los Derechos Humanos, la alfabetización generalizada, la erradicación de la mentira y el hurto como pecados veniales, o la democracia moderna. Nada de eso hubiéramos tenido si Jesús no hubiera nacido. Y la prueba está en como brilla por su ausencia, en mayor o menor medida, cualquiera de estos fenómenos en aquellos lugares donde no se escuchó el mensaje del Evangelio.
Por añadidura, por encima de todos esos logros innegables vinculados al Cristianismo, millones de personas no habrían sabido a lo largo de estos dos milenios lo que es la paz de corazón, ni conocido la esperanza en medio de las dificultades, ni disfrutado de la confianza serena en la vida tras la muerte, ni experimentado el gozo del perdón, que no deriva de rituales y ceremonias, sino solo del abrazo gratuito de Dios y que únicamente puede ser recibido mediante la fe.
Jesús ha sido la luz que lo ha hecho posible para millones de seres humanos a lo largo de dos milenios. Lo que hoy pretendo dejarles no es un simple recuerdo histórico, se trata más bien de una reflexión y una invitación. Las dirijo ambas a todos aquellos que nos escuchan, los que no tienen voz, a los ancianos, a los enfermos, a los huérfanos, a los deprimidos, a los que están solos, a todos los que carecen de un empleo digno, a los que sufren, a los que no disponen de una persona que los escuche, a los que no ven futuro, a los que miran en torno suyo sin encontrar un rostro amigo, a los que lloran, a todos ellos y a muchos más quiero recordarles que la paz, la esperanza, la confianza, el perdón, todo eso y más, se halla a disposición de todos aquellos que abren sus corazones, a Jesús a pesar de la crisis económicas, las desastrosas castas que padecemos, o de la inseguridad relacionada con el futuro.
A todos ellos los invito a alegrarse, junto con el resto de nuestros oyentes, aunque parezca que no hay motivos. En realidad los hay de sobra, siquiera porque en 2014 podemos darle gracias a Dios porque hace más de dos mil años nació Jesús y su luz ilumina al mundo sumido en las peores negruras. Ahora mismo, en este mismo instante, está llamándoles para que acepte su reconciliación y su abrazo de amor. No dejen pasar un solo día más para hacerlo.
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